"Señoras y señores, esto es lo más terrorífico que nunca he presenciado..." afirmó el periodista Carl Philips. Sí, los marcianos hacían pie en la Tierra y la radio transmitía en directo la invasión. La historia es conocida: fue una adaptación que Orson Welles hizo de "La guerra de los mundos" y los oyentes se creyeron el cuento. Tanto que se produjeron pánico, suicidios, abortos e infartos en Nueva York y su área de influencia.
La semana que viene (el 30) se cumplirán 75 años de aquella histórica emisión de la CBS, carne de decenas de miles de tesis acerca de la influencia de los medios de comunicación sobre el comportamiento de las masas. Vale subrayar que detrás de toda esa historia hay una novela, muy buena por cierto. Por eso dejemos a Orson Welles para meternos en la obra de H.G. (Herbert George) Wells. Él fue, a fin de cuentas, quien imaginó por primera vez el aterrizaje de los letales marcianos.
Imaginó muchas cosas Wells. Muchísimas, como Julio Verne. Y todas y cada una de esas ideas locas se inmortalizaron en el papel por medio de una producción extraordinaria. Wells fue un escritor incesante, abrumador, de ritmo endemoniado. Vivió 79 años (1866-1946) y dejó una obra equivalente a varias décadas más. Más de 50 novelas y una treintena de colecciones de cuentos en el rubro ficción. Un sinfín de libros de historia, ensayos y artículos sobre los más diversos temas.
Wells era un pacifista, un humanista interesado por la vida en los márgenes. Es cierto que sus novelas costumbristas no alcanzaron el éxito de sus repetidas e imprescindibles incursiones en la ciencia ficción. Pero cuando abordó el género fantástico lo hizo con un ojo en la aventura y el otro en la denuncia. Es fácil seguir las huellas del imperialismo en "La guerra de los mundos", "La máquina del tiempo" o "Los primeros hombres en la Luna".
Un tópico en la obra de Wells es la ética de la ciencia, la responsabilidad que le cabe al científico, los límites y los riesgos de la experimentación. Advierte lo que puede ocurrir cuando todo se desmadra. A veces con humor ("El alimento de los dioses"), a veces desde el terror ("La isla del doctor Moreau"). O, simplemente, desde la locura ("El hombre invisible").
Durante años Wells rankeó muy bien en las apuestas del Nobel. Nunca recibió el premio. No es necesario acudir a la academia sueca por una explicación porque él mismo lo tenía muy claro. "Yo hago honradamente lo que puedo por evitar repeticiones en mi prosa y cosas así -explicó-. Pero, quitando un pasaje de altura, no veo el interés de escribir por la belleza del lenguaje sin más".
A Wells le interesaba contar sus historias sin plantearse rodeos. Rápido, al hueso. Tenía mucho que decir y el cine se lo agradeció. Las adaptaciones de sus novelas repiquetean en la pantalla desde principios del siglo XX y no hay signos de que vayan a detenerse.
El enorme James Whale rodó en 1936 "El hombre invisible". El rol protagónico fue para Claude Rains, identificado para siempre con el personaje. Pero la joya insuperable que le aportó el universo Wells al cine es "La isla de las almas perdidas" (1932). Charles Laughton está sencillamente extraordinario como el doctor Moreau, amo y señor de una isla habitada por toda clase de seres monstruosos. Kathleen Burke hace de Lota, la mujer pantera, y Bela Lugosi es el Recitador de la Ley. Dirigió Erle Kenton y cuenta la leyenda que a Wells no le gustó la película. Y que lo hizo saber.
En la década del 30 Wells se animó a sentarse en la silla del guionista y adaptó para la London Film Productions su novela "La forma de las cosas que vendrán". El filme se llamó "Lo que vendrá", fue dirigido por Cameron Menzies y -más allá de sus discutibles elementos formales- constituyó un poderoso alegato antibelicista. Mucho caso no le hicieron a Wells, porque poco después la guerra consumió al mundo y dejó 40 millones de muertos. En "Lo que vendrá" Wells expuso con trazo grueso su ideal: un futuro sin tensiones sociales, en el que la humanidad es capaz de convivir en plena armonía.
En ese sentido la obra de Wells está plagada de advertencias. Sus monstruos son didácticos porque se explican, hasta se justifican. Toman al lector de los hombros y lo previenen sobre males mayores. Son libros veloces, sorprendentes, frescos y absolutamente originales. La imaginación es bella en sí misma cuando se le da el hilo suficiente como para matar minotauros y retornar al punto de partida.